La vuelta de Martín Fierro (II)
Canto (II)
La soledad del desierto magnifica la pena de Fierro, que no concibe tristeza mayor que la de dejar a su mujer en brazos de otro y a sus hijitos perdidos.
Tan grande es su tristeza que por momentos tiene alucinaciones y cree ver o escuchar a su china llamándolo. Por esto podemos interpretar que el desierto es una metáfora de su propia soledad.
En la orilla de un arroyo
solitario lo pasaba,
en mil cosas cavilaba,
y a una güelta repentina
se me hacía ver a mi china
o escuchar que me llamaba.
La llegada de Cruz y Fierro a las primeras tolderías es representada como un descenso a los infiernos. Es la gritería en una lengua desconocida y brutal, junto a los movimientos frenéticos de los indios, la que ofrece un panorama nada auspicioso. Para colmo de males, llegan con Cruz en un mal momento:
La desgracia nos seguía,
llegamos en mal momento;
estaban en parlamento
tratando de una invasión,
y el indio en tal ocasión
recela hasta de su aliento.
La representación que se ofrece del indio en esta segunda parte de la obra es muy distinta a la que leemos en la primera. Ya no son sólo las virtudes guerreras lo que se exalta sino su carácter despiadado y salvaje.
Allá no hay misericordia
ni esperanza que tener.
El indio es de parecer
que siempre matarse debe.
Pues la sangre que no bebe
le gusta verla correr.
Tan sólo la piedad de un cacique les salva la vida no sin antes indagar a qué venía la partida:
Nos aviriguaban todo
como aquel que se previene,
porque siempre les conviene
saber las juerzas que andan,
dónde están, quiénes las mandan,
qué caballos y armas tienen.
Recordemos que para el año en que se publica La vuelta de Martín Fierro (1879) ya se encuentra en marcha en nuestro país la conquista del desierto.
Hugo I. Nario, un reconocido historiador, publicará en la célebre revista Todo es historia, que hacia 1872 se derrumba el imperio pampa (1).
La carabina a fulminante es rápida. No aguarda a que la carguen por la boca, para matar. Los cañones no son los de Granada en 1858. Donde golpean, siembran la muerte. Y ellos no tienen otra cosa que las armas de cuando luchaban contra los españoles: lanzas, boleadoras y buenos caballos.
Hugo I. Nario: Revista «Todo es Historia» N° 9. Buenos Aires, enero de 1968.