Don Quijote #Cervantes2018 Cap. 43
Apuntes de la lectura colectiva de la obra de Miguel de Cervantes Saavedra
En el capítulo 43, pasa algo misterioso: «Sucedió, pues, que faltando poco por venir el alba, llegó a los oídos de las damas una voz tan entonada y tan buena, que les obligó a que todas le prestasen atento oído».
La voz es perfecta y canta sin acompañamiento una melodía movediza: «Unas veces les parecía que cantaban en el patio; otras, que en la caballeriza».
En esto Cardenio se detiene frente a la puerta del aposento para recomendarles a las jóvenes que escuchen «una voz de un mozo de mulas que de tal manera canta, que encanta».
Se ha supuesto que el capítulo 43 empieza con el romance del mozo de mulas. Comienza con “Marinero soy de amor”.
El índice de los capítulos dice: «Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, con otros estraños acaecimientos en la venta sucedidos.
Comienza “Marinero soy de amor”. El romance sintetiza los temas amorosos que hemos visto a partir de la historia de Grisóstomo y Marcela, donde se había cantado otro romance de amor no correspondido.
El efecto es vincular el amor pastoril con el amor de la novela morisca del cautivo: «vengo sin esperanza / de llegar a puerto alguno. / Siguiendo voy a una estrella / …Yo no sé adónde me guía / y, así, navego confuso», etc.
De hecho, si recordamos bien, durante su primera salida, Don Quijote mismo había seguido una estrella y en La historia del curioso impertinente el segundo soneto de Lotario versaba sobre el mismo tema.
Sin embargo, aquí, cuando la canción del mozo alude a «Palinuro», el piloto del barco de Eneas, Cervantes trae cierta trascendencia, atando la temática del “marinero de amor” a la épica clásica de Virgilio.
Y fijémonos en cómo funciona la poesía acá: la alusión a Palinuro hacia el final de la novela nos ofrece una nueva perspectiva para el análisis del soneto que Lotario recitó a Camila, nombre que hace referencia a la antigua enemiga de Eneas.
Al final del romance, Dorotea despierta a Clara, a quien «le tomó un temblor tan estraño como si de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma».
La alusión a la «cuartana» o “malaria”, enfermedad tropical de África o las Américas, le da un toque transcontinental a la escena.
Clara dice que hubiera preferido tener «cerrados los ojos y los oídos, para no ver ni oír a ese desdichado músico».
Dorotea la intenta corregir: «dicen que el que canta es un mozo de mulas». Clara aclara que es «un señor de lugares», es decir, como apunta Francisco Rico, un noble “de categoría más alta que la de la hidalguía”.
Inmediatamente, Dorotea pide silencio: «me parece que con nuevos versos y nuevo tono torna a su canto». Esa referencia a un nuevo canto alude al famoso salmo de la Biblia: “Puso luego en mi boca cántico nuevo” (Salmo 40.2–3).
Asimismo, se refiere a la lira, una forma poética inventada por Garcilaso a principios del siglo XVI. La lira del mozo de mulas expresa otra conquista amorosa imposible: «Amorosas porfías / tal vez alcanzan imposibles cosas; / y, ansí, aunque con las mías / sigo de amor las más dificultosas, / no por eso recelo / de no alcanzar desde la tierra el cielo».
En esta frustración amorosa nos recuerda el tema de la primera lira en español, “Oda a la flor de Gnido” de Garcilaso: “Si de mi baja lira / tanto pudiese el son que en un momento / aplacase la ira / del animoso viento, / y la furia del mar y el movimiento”.
En sí, la escena del mozo cantando y sus poemas aluden al mito de Orfeo, cuya música era capaz de controlar y transformar la naturaleza.
En el capítulo 43, Clara le cuenta a Dorotea la historia del mozo de mulas: «Este que canta, señora mía, es un hijo de un caballero, natural del reino de Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la casa de mi padre en la corte».
Dos puntos a considerar tenemos aquí: el juego de identidades nos recuerda el misteriosamente transformado tagarino del capítulo cuarenta y uno, y la especificidad geográfica es de carácter político: una rebelión aristocrática en Zaragoza fue reprimida por Felipe II en 1591 y el reino de Aragón también tenía su larga historia de problemas entre cristianos viejos y moriscos.
En fin, el mozo había visto a Clara y, claro, se enamoró de ella: «Entre las señas que me hacía, era una de juntarse la una mano con la otra, dándome a entender que se casaría conmigo».
El problema para Clara es al no tener madre, no sabe a quién comunicarle todo eso. La historia de Clara se torna erótica: pues solía «cuando estaba mi padre fuera de casa y el suyo también, alzar un poco el lienzo, o la celosía y dejarme ver toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que daba señales de volverse loco».
Aquí tenemos resumidos los detalles de casi todas las historias amorosas de Don Quijote: la ventana que separa a los amantes, el miedo a la figura del padre, la locura del enamorado, etc.
Fijémonos también en la facilidad con la cual el joven noble aragonés se asimila a la vida de arriero, es decir, la de un morisco, digo tagarino.
Según Clara, el joven se viste «en hábito de mozo de mulas, tan al natural, que, si yo no le trujera tan retratado en mi alma, fuera imposible conocelle».
Esa idea del amado «retratado» en el alma de la enamorada viene de la teoría neoplatónica muy de moda durante el Renacimiento. Según la teoría, el amor manifestaba cierta ley cósmica de atracción irresistible entre las dos almas. #Cervantes2018
Evidentemente, para Cervantes el amor neoplatónico ofrecía la esperanza de reparar todo tipo de diferencia social, cultural, religiosa y étnica en el Mediterráneo occidental. #Cervantes2018
Como dice Dorotea: «amanecerá Dios y medraremos». Por cierto, igual que Ruy Pérez de Viedma, Clara deja caer otro toque autobiográfico, pues cumple dieciséis años «el día de San Miguel». #Cervantes2018
Cervantes, como buen humorista, nos da una versión burlesca de los amores que hemos venido viendo en las historias de los amantes de la Sierra Morena, la del cautivo y Zoraida y ahora la de doña Clara y el mozo de mulas. Don Quijote está fuera de la venta vigilando, e igual que el mozo de mulas, está lamentando ser el «cautivo caballero» de su enamorada.
Notemos que el monólogo de Don Quijote refleja el tono erótico de la historia de doña Clara: pues imagina a Dulcinea
«paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios o ya puesta de pechos sobre algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi cuitado corazón padece».
Además, Don Quijote indica una fascinante triangulación al imaginarse a sí mismo y su enamorada contemplando la misma luna, lo que nos recuerda el lugar primordial que ésta tiene para el Islam y que además tuvo en la huida del cautivo y Zoraida: «Dame tú nuevas della, ¡oh luminaria de las tres caras! Quizá con envidia de la suya la estás ahora mirando».
En esto la hija del ventero y Maritornes le tienden una trampa a Don Quijote. El episodio contiene muchas connotaciones sexuales: las dos «semidoncellas» consiguen que Don Quijote inserte su mano a través del «agujero» o ventana del pajar y Maritornes la ata a una puerta ubicada al otro lado del pajar. Don Quijote concluye su soliloquio aludiendo al mito clásico de Dafne y su metamorfosis ocurrida cuando Apolo la acecha «por los llanos de Tesalia».
En ese momento, la hija de la ventera lo llama y, otra vez, nuestro viejo y verde caballero imagina que la muchacha se ha enamorado de él. La voz indirecta libre describe cómo «en el instante se le representó en su loca imaginación que otra vez, como la pasada, la doncella fermosa, hija de la señora de aquel castillo, vencida de su amor tornaba a solicitarle».
Don Quijote le señala que no la puede satisfacer, aunque, en lugar del sexo le ofrece «una guedeja [mechón] de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, o ya los mesmos rayos del sol encerrados en una redoma».
Maritornes consigue que el hidalgo loco se acerque más al pajar, y le pide que pase la mano por el agujero mientras que subraya el peligro que corre «que si su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada della fuera la oreja».
La oreja de nuevo, recordándonos del castigo que recibían los cautivos por
intentar huir de los baños en La historia del cautivo, así como también de la oreja de Don Quijote que le cortaron en la batalla contra el vasco. La descripción que da Don Quijote de su propia mano es cómica y erótica a la vez:
«No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contestura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas, de donde sacaréis qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal mano tiene».
Maritornes le ata la mano con nada menos que «el cabestro del jumento de
Sancho Panza» que luego ata al cerrojo de la puerta del pajar. Con Don Quijote colgado de la ventana del pajar, el narrador nos recuerda al pariente de Cide Hamete del capítulo dieciséis, informándonos que el héroe se cree encantado de nuevo, como «cuando en aquel mesmo castillo le molió aquel moro encantado del arriero». También resuena su incierta identificación con Amadís: «Allí fue el desear de la espada de Amadís, contra quien no tenía fuerza encantamento alguno».
Ahora Cervantes narra un intercambio complicadísimo: Llega el alba y Don Quijote «bramaba como un toro» cuando «llegaron a la venta cuatro hombres de a caballo, muy bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones».
Descubriremos en el siguiente capítulo que son cuatro hombres en busca del misterioso «mozo de mulas» y que llegaban para llevarlo de vuelta a Aragón. Sin embargo, en el momento inicial, la idea es sugerir la llegada de la ley o la fuerza real, subrayando el verdadero simbolismo del oidor como representante del Estado. Cuando Don Quijote les dice a los jinetes que él no es ventero y que la venta es castillo donde se alojan gente «que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza», uno de los caminantes expresa su incredulidad de manera irónica:
«Mejor fuera al revés… el cetro en la cabeza y la corona en la mano… que debe de estar dentro alguna compañía de representantes, de los cuales es tener a menudo esas coronas y cetros que decís; porque en una venta tan pequeña… no creo yo que se alojan personas dignas de corona y cetro».
La frase alude a la costumbre de marcar la mano a los criminales con la imagen de una corona y también a la mala reputación que tenían los «representantes» o actores de teatro. Y con este desprecio del estado social de todos los huéspedes, los caminantes «tornaron a llamar con grande furia».
Concluye el episodio con una repetición de lo que pasó con los yangüeses. Pues Rocinante sufre una tentación sexual: «Sucedió en este tiempo que una de las cabalgaduras en que venían los cuatro que llamaban se llegó a oler a Rocinante, que, melancólico y triste, con las orejas caídas, sostenía sin moverse a su estirado señor; y como en fin era de carne, aunque parecía de leño, no pudo dejar de resentirse y tornar a oler a quien le llegaba a hacer caricias». Cuando Rocinante se aleja, la situación de Don Quijote empeora. La descripción final del héroe colgando del agujero de la venta emplea la metáfora de la garrucha, una forma de tortura que se daba en los delitos graves: «fatigábase y estirábase cuanto podía por alcanzar al suelo, bien así como los que están en el tormento de la garrucha puestos a “toca, no toca”». Es difícil no ver en todo esto cierta crítica del poder brutal del Estado o de la Inquisición.
Para resumir: La llegada a la venta del oidor y la reunión de los hermanos Viedma da lugar al caso amoroso de doña Clara y el misterioso “marinero de amor”, quien desempeña el papel de tantos otros enamorados de Don Quijote. Luego, como una cadena de alegorías, cada una aludiendo a la anterior, la relación entre doña Clara y el mozo de mulas cede a su versión burlesca en la trampa que Maritornes le hace a Don Quijote. De hecho el episodio es una recapitulación de los amores novelísticos de que se compone la novela. Por eso, tanto en la poesía del episodio como en la descripción de doña Clara del amado que lleva «retratado» en su alma se ponen de primer plano el amor neoplatónico y las metamorfosis asociadas con él. No debemos dejar de fijarnos en el giro político al final del invisible capítulo cuarenta y tres. Al terminar el capítulo tenemos a Don Quijote incapacitado y colgado, de hecho torturado, como un títere contra la pared de la venta. Uno de los cuatro jinetes recién arribados a la venta insinúa la criminalidad de todos los huéspedes. Todo eso, junto con la alusión que hace uno de los caminantes a ciertos «representantes» (tanto actores de teatro como agentes políticos), sugiere ese otro extremo de la filosofía de Platón más allá del deseo cósmico amoroso: a saber, el estado político que se contempla en La república, donde la tiranía está en perpetua lucha con la libertad, las cuales algunos somos capaces de percibir y otros no.