Don Quijote #Cervantes2018 Cap. 41
Apuntes de la lectura colectiva de la obra de Miguel de Cervantes Saavedra
En el capítulo 41, tenemos la huida de Árgel. Es una cadena de escenas relatadas con gran suspenso. Según mi cuenta, más de cuatro veces parece que no van a llegar sanos y salvo a España.
Antes de la huida, el renegado tiene que fingir ser comerciante, así que hace dos o tres viajes a «un lugar que se llamaba Sargel».
la antigua capital de Mauritania y lugar, según Francisco Rico, “poblado de moriscos huidos de Andalucía y Valencia, que seguían manteniendo contacto con los moriscos españoles”.
Igual que todos esos lugares liminales, Sargel es un centro corsario y comercial «en el cual hay mucha contratación de higos pasos».
En esto el narrador nos da una curiosa lección sobre los varios nombres que se utilizan para hablar de distintos moros exiliados de España: «Tagarinos llaman en Berbería a los moros de Aragón, y a los de Granada, mudéjares, y en el reino de Fez llaman a los mudéjares elches».
Mientras nos acercamos a la huida con Zoraida en la parte más “estrecha”, o digamos intensa, de la narrativa, Cervantes nos presenta un laberinto desconcertante de puntos geográficos, costumbres, etnicidades, nacionalidades, mitos y lenguajes.
En cuanto a cómo «avisar a Zoraida en el punto que estaban los negocios», el cautivo enfatiza la curiosa costumbre de las moras de no dejarse ver por otros moros «si no es que su marido o su padre se lo manden», pero sí por cristianos.
Así que el narrador la encuentra en el jardín de su padre, y éste mismo les sirve de intérprete utilizando la lengua franca de los puertos del Mediterráneo: «lengua que en toda la Berbería y aun en Costantinopla se halla entre cautivos y moros, que ni es morisca ni castellana ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas».
Subrayando el tema de las mezcladuras, el cautivo finge que está en el jardín buscando «yerbas para hacer ensalada».
Luego, en el jardín casi bíblico del padre de Zoraida, vemos por primera vez a la renegada.
El narrador pone gran énfasis en el «rico adorno con que mi querida Zoraida se mostró a mis ojos».
Por ejemplo: «traía dos carcajes (que así se llamaban las manillas o ajorcas de los pies en morisco) de purísimo oro, con tantos diamantes engastados que ella me dijo después que su padre los estimaba en diez mil doblas».
Describe las «ricas perlas y aljófar» (perlas pequeñas) que lleva y calcula la riqueza del padre de Zoraida a «docientos mil escudos españoles».
Naturalmente, esto sólo incrementa el interés del cautivo: «me parecía que tenía delante de mí una deidad del cielo, venida a la tierra para mi gusto y para mi remedio».
A continuación, se produce una conversación fascinante entre el cautivo y la renegada delante del padre ladino: «Ella tomó la mano, y en aquella mezcla de lenguas que tengo dicho me preguntó si era caballero y qué era la causa que no me rescataba».
El héroe esquiva la primera parte de la pregunta y responde de manera enigmática a la segunda: dice que su rescate le costó «mil y quinientos zoltanís», una moneda argelina de oro con el valor de un escudo.
Problema: el cautivo ya nos había dicho que se rescató con ochocientos escudos. ¿Se sobreestima aquí delante de Zoraida? Parece que sí, y parece que Zoraida se entera, porque le toma el pelo, aludiendo de nuevo al problema de la cuestionable fidelidad de los distintos grupos religiosos: «En verdad que si tú fueras de mi padre, que yo hiciera que no te diera él por otros dos tantos; porque vosotros, cristianos, siempre mentís en cuanto decís y os hacéis pobres por engañar a los moros».
El cautivo protesta, diciendo que ha sido honesto con su amo y que así será «con cuantas personas hay en el mundo».
Zoraida sigue ironizando cuando alude a la enemistad entre franceses y españoles, y luego flirtea más: «Debes de ser sin duda casado en tu tierra». Responde el cautivo: «No soy… casado, mas tengo dada la palabra de casarme en llegando allá». Zoraida: «¿Y es hermosa la dama a quien se la diste?». El cautivo: «Tan hermosa es… que, para encarecella y decirte la verdad, te parece a ti mucho».
Ahora Cervantes nos recuerda la presencia del padre de Zoraida: «Desto se rió muy de veras su padre». Los amantes engañan al padre con la verdad delante de sus narices. Recordemos la conversación entre Anselmo, Camila y Lotario.
En esto entran en el jardín unos turcos. Zoraida acaba de aludir a la enemistad entre franceses y españoles, aun siendo los dos cristianos; ahora Cervantes indica una rivalidad entre musulmanes, en este caso, los turcos y los moros.
El padre de Zoraida llama a los turcos «canes», y el narrador dice que «tienen tanto imperio sobre los moros que a ellos están sujetos, que los tratan peor que si fuesen esclavos suyos».
Cuando el padre se aparta, el cautivo asegura a su enamorada que volverá por ella el viernes siguiente, y ella le echa un brazo al cuello y caminando de esa manera el padre casi los pilla, pero Zoraida «advertida y discreta» finge estar desmayada.
Tenemos que recordar aquí la actuación de Camila. Y antes de salir, el cautivo hace algo que nos recuerda tanto a Lotario como a Cardenio: «miré bien las entradas y salidas y la fortaleza de la casa y la comodidad que se podía ofrecer para facilitar todo nuestro negocio».
Llega el día de la huida y el renegado acude con una tripulación de moros. Unos cristianos aliados al cautivo toman control del barco que usarán para la huida y los moros se rinden ante las órdenes del renegado, que había sido hasta ese momento «su arráez», o capitán.
Cuando entran en el jardín de Zoraida, ella baja y todos «la reconocíamos por señora de nuestra libertad». Otro recuerdo de Camila se ve en el hecho de que Zoraida trae «un cofrecillo lleno de escudos de oro».
Se complica todo cuando el padre se despierta y no queda más remedio que secuestrarlo.
Durante la huida, el cautivo resalta la buena voluntad de los cristianos recién liberados a toda diferencia de las varias traiciones que hemos visto realizadas por galeotes esclavizados.
El cautivo quiere que paren para comer, pero «dijeron que no era aquél tiempo de tomar reposo alguno: que les diesen de comer los que no bogaban, que ellos no querían soltar los remos de las manos en manera alguna».
A continuación, hay una escena tierna cuando el padre de Zoraida expresa su incomprensión ante lo que estaba ocurriendo.
El renegado le aclara todo con lenguaje bien figurado: «quiero que sepas que ella es cristiana y es la que ha sido la lima de nuestras cadenas y la libertad de nuestro cautiverio; ella va aquí de su voluntad, tan contenta, a lo que yo imagino, de verse en este estado como el que sale de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida y de la pena a la gloria».
Fijémonos en esta idea neoplatónica de la huida de Zoraida figurada como un escape de las tinieblas hacia la luz.
Es una metáfora fundamental para Don Quijote (véase el lema de Juan de la Cuesta en la portada). El padre de Zoraida reacciona incrédulo: «¿Es verdad lo que este dice, hija?». Y esta vez ella habla por sí misma: «Así es… nunca mi deseo se estendió a dejarte ni a hacerte mal, sino a hacerme a mí bien».
De repente el padre intenta suicidarse: «Apenas hubo oído esto el moro, cuando con una increíble presteza se arrojó de cabeza en la mar, donde sin ninguna duda se ahogara, si el vestido largo y embarazoso que traía no le entretuviera un poco sobre el agua».
Los cristianos logran rescatar al padre de Zoraida, y cuando lo depositan junto con los demás moros en un cabo «que de los moros es llamado el de la “Cava Rumía”, que en nuestra lengua quiere decir “la mala mujer cristiana”», pues notamos dos puntos clave.
En primer lugar, la geografía es simbólica del intento de Cervantes de reescribir el mito de la caída de España a mano de los moros en 711, siempre entendida como un castigo por la violación de La Cava por Rodrigo, el último rey godo.
Según el mito, el padre de La Cava, el Conde Julián, se vengó al ayudar a los moros a invadir a España. Cervantes invierte varios aspectos del mito, sobre todo dejando que Zoraida elija huir a España con su amante cristiano y abandonando a su padre en el cabo como un tipo de Julián impotente.
Notemos también cómo el padre se transforma del todo, y empieza a insultar a su hija: «¡Oh infame moza y mal aconsejada muchacha! ¿Adónde vas, ciega y desatinada, en poder destos perros, naturales enemigos nuestros? ¡Maldita sea la hora en que yo te engendré y malditos sean los regalos y deleites en que te he criado!».
La respuesta de Zoraida resalta su decisión de ser cristiana: «aunque quisiera no venir con ellos y quedarme en mi casa, me fuera imposible, según la priesa que me daba mi alma a poner por obra esta que a mí me parece tan buena como tú, padre amado, la juzgas por mala».
En el desenlace de la historia los héroes se embarcan para España, pero durante la noche, iluminados por «la luz de la luna, que claramente resplandecía», pasan a unos piratas franceses y no responden a sus preguntas sobre «quién éramos y adónde navegábamos y de dónde veníamos».
Así, «por haber usado de la descortesía de no respondelles», los franceses les disparan con unas piezas de artillería especiales que «venían con cadenas» y que destruyen el mástil de su barco.
Al ser abordados por los piratas, el renegado arroja las joyas de Zoraida al mar, y por unos momentos el cautivo teme que los piratas vayan a violar a Zoraida, pero milagrosamente no lo hacen, porque «los deseos de aquella gente no se estienden a más que al dinero».
Luego, «el capitán, movido no sé de qué misericordia, al embarcarse la hermosísima Zoraida, le dio hasta cuarenta escudos de oro». Los franceses siguen su viaje para la república hugonote de Rochela en la costa del Atlántico, y así los héroes van hacia el Estrecho de Gibraltar.
Finalmente, los cristianos dan con la costa de España y suben «una disformísima y alta montaña» en busca de algún poblado.
Durante esta última fase del viaje, vemos un detalle asnal cuando el cautivo se convierte a sí mismo en el jumento de Zoraida: «alguna vez la puse sobre mis hombros».
También parece que Cervantes quiere que reconsideremos el género pastoril y el papel de Andrés, pues los naufragados buscan «algunas cabañas de pastores», pero encuentran a un mozo armado: «vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo que con grande reposo y descuido estaba labrando un palo con un cuchillo».
Cuando ve al renegado y a Zoraida sale gritando: «¡Moros, moros hay en la tierra! ¡Moros, moros! ¡Arma, arma!». Eventualmente acude «la caballería de la costa» y uno de los cautivos reconoce a su tío entre los jinetes.
Es notable el contraste entre cómo concluye esta escena y el caos que vimos en la Sierra Morena cuando el barbero se cayó de su asno.
Aquí, todo es paz y orden: «nos subieron a las ancas, y Zoraida fue en las del caballo del tío del cristiano».
La geografía resalta otro contraste parecido: han llegado a Vélez Málaga, un pueblo al sur de Córdoba, justo al sureste de Granada y las Alpujarras, o sea, precisamente donde tuvo lugar la rebelión más violenta de los moriscos de Andalucía hacia finales del siglo XVI.
Los héroes van directamente a la iglesia a dar gracias a Dios y «así como en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se parecían a los de Lela Marién», recordándonos el contraste entre el catolicismo de España y la iconoclasia, tanto del islamismo como del protestantismo.
El renegado «se fue a la ciudad de Granada a reducirse por medio de la Santa Inquisición al gremio santísimo de la Iglesia» y el cautivo termina recordándonos el simbolismo bíblico de María y José a base de toda su historia: «compré este animal en que ella viene… sirviéndola yo hasta agora de padre y escudero, y no de esposo».
Para resumir: La historia del cautivo es el último movimiento sinfónico de la gran novela de Cervantes.
El resto del texto será una serie de recopilaciones temáticas, teóricas y simbólicas. ¿Qué sugiere esa historia culminante y bastante autobiográfica?
Hace más de treinta años, el cervantista Luis Andrés Murillo reclamó que Cervantes concibió La historia del cautivo como el clímax de Don Quijote, el cautivo siendo la figura ejemplar sine qua non de la novela.
También es importante el contexto histórico de la Batalla de Lepanto, esa gloriosa defensa del occidente cristiano frente a la amenaza musulmana de la cual Cervantes siempre estuvo orgulloso, pero que coincidió de manera trágica con la decadencia y caída del Imperio español en la guerra con Inglaterra y el embrollo de los Países Bajos.
El ejemplo del cautivo indica que entre la victoria de Lepanto y el desastre de la Armada Invencible, hubo errores estratégicos, aunque también cierta desorientación moral. De ahí quizás la inicial representación de tantos caballeros muertos, incluso decapitados.
Con una dosis de esperanza personal, el cautivo señala un concepto renovado del caballero cervantino.
A diferencia del loco hidalgo, por ejemplo, que trata con violencia a los arrieros de la primera venta, los mercaderes de Toledo, el vasco e incluso su propio escudero, el nuevo caballero se destaca por su fidelidad, sus impulsos transculturales, incluso el hecho de que esté abierto al diálogo religioso, señalando a Alá y Lela Marién como figuras igualmente moras y cristianas.
El nuevo caballero es “cautivo” y no “agresivo”, determinado a respetar los deseos de la mujer y cumplir con sus promesas.
Fijémonos también en que la visión de Zoraida-María que da lugar a su propia conversión espiritual es el único milagro de un cuento sumamente histórico que, por su parte, está intercalado en una novela reconocida por su contundente realismo.
Es como si la voluntad infatigable de Zoraida-María fuese el detalle más digno de la admiración del lector.
Sin embargo, fijémonos en lo inestable que es la identidad religiosa a lo largo de La historia del cautivo.
Al parecer, la libertad influye mucho más en las voluntades de los personajes que cualquier identidad religiosa o étnica.
Y finalmente, hemos de notar cómo cada éxito a lo largo de la historia manifiesta la idea de que el comercio y cierto mestizaje o “ensalada” cultural y étnica pueden ser buenas maneras de evitar la violencia.
Es decir, al abogar por una política extranjera no colonialista, el arte de la novela cervantina acaba insistiendo en el arte de mercancía.